|
Traducción de Rosamaría Núñez
La Biblioteca del
Congreso de Estados Unidos otorgó recientemente el Primer Premio Kluge a
Leszek Kolakowski por su trayectoria. En el discurso de aceptación del
premio, que aquí presentamos, el filósofo polaco hizo una bella defensa
del estudio del pasado como esencia del presente
La futurología, según la defino, es una ciencia muy
seria cuyo tema no sólo no existe, sino que necesariamente es
inexistente, porque el futuro no existe ni existirá jamás. Esto no sería
motivo de preocupación de no ser porque nos llama la atención de
inmediato sobre otra reflexión análoga pero más aterradora, es decir,
que el pasado tampoco existe. Desde la época de San Agustín y sus
clásicas reflexiones sobre este tema, el misterio del tiempo ha
absorbido y atormentado casi a todos los principales filósofos, hasta
pasar por Bergson, Husserl y Sartre. El pasado, por definición, es un
océano de acontecimientos que alguna vez ocurrieron; y esos
acontecimientos o bien han quedado en nuestra memoria, es decir, sólo
existen como una parte de nuestra realidad psicológica, o los hemos
reconstruido a partir de nuestra experiencia actual, y sólo esta
experiencia de hoy, nuestra reconstrucción actual del pasado, es lo
real, y no el pasado como tal. En otras palabras, el ámbito todo del
pasado existe sólo como parte de nuestra (o, en rigor, de mi)
conciencia; el pasado en sí mismo no es nada.
Este razonamiento puede parecer un
sofisma, o un excéntrico ejercicio filosófico. Pero no es un sofisma, es
algo serio. Sin embargo, también se puede ver el problema desde otro
ángulo. Todo lo que vemos o tocamos evidentemente es producto de
acontecimientos que alguna vez ocurrieron, quizá hace diez segundos, tal
vez hace diez millones de años. ¿No resulta entonces correcto y
razonable decir que todo lo que vemos o tocamos es el pasado? Desde el
punto de vista metafísico, el pasado quizá no sea nada, pero respecto a
nuestra experiencia, el pasado lo es todo. Todo nuestro conocimiento del
llamado mundo "externo" no es sino una corriente continua,
ininterrumpida, de actos a través de la cual lo que era el pasado se
convierte en presente. Sí, cabe decir que, lejos de no ser nada, el
pasado lo es todo. Y el enigma del tiempo no es exclusivamente algo que
los filósofos hayan inventado para divertirse tratando de desenmarañar
sus misterios. El misterio está al alcance de todos, aunque por supuesto
que no todos quieren pasársela pensando en el tiempo; sólo los
filósofos intentan expresar esta experiencia cotidiana.
La filosofía no es para gustar. Recuerdo a un
colega, un profesor de filosofía, que contaba una anécdota del primer
día de clases de su hijo de seis años. La maestra les pidió a todos los
niños que dijeran su nombre y la actividad de su padre. El niño se
negaba a decir nada y la maestra estaba enfadada. Más tarde, en casa, el
niño explicó: "Es que no les podía decir que mi papá es filósofo,
porque todos los niños se habrían reído de mí." Claro que se habrían
reído de él. Pero si el niño hubiera dicho que su papá era un payaso de
circo, también se habrían reído, aunque ser payaso de circo sea un
trabajo agradable y respetable. Y se habrían reído si el niño hubiera
dicho que su padre era trabajador de la limpieza urbana, aunque la
limpieza urbana no sólo sea un trabajo respetable, sino uno de los más
importantes del mundo de hoy: sin personas que se dedicaran a recoger la
basura no sobreviviríamos mucho tiempo. De esta manera, en lo que
respecta a la filosofía, no hay que atenernos a lo que piensan los
niños. Cabría añadir que la profesión de filósofo tiene una considerable
afinidad con las dos profesiones que acabo de mencionar: la del payaso
de circo y la de la limpieza urbana. Pero volvamos al pasado.
Así pues, cabe interpretar nuestra
experiencia directa como una forma de contacto con el pasado. Pero
también se puede hablar de conocimiento del pasado en una forma más
específica, es decir, del conocimiento de la historia humana; y cabe
preguntarse para qué sirve este conocimiento del pasado. La Ilustración a
veces se burló del conocimiento histórico o no le tenía respeto, ya sea
porque la historia, con demasiada frecuencia, es una infinita
exhibición de la estupidez y la crueldad humanas, o porque no se puede
aprender nada útil de lo que hacía la humanidad anteriormente, o bien
porque la historia no es una ciencia.
Sin duda es discutible que no se pueda utilizar el
conocimiento histórico en apoyo del trabajo de hoy. Tal vez sea cierto
que lo que se sepa de las hazañas de Alejandro Magno o de Aníbal no
tenga gran utilidad en la preparación de los generales de la actualidad,
y que el conocimiento de las intrigas políticas de la corte francesa
del siglo XVII no sea de gran ayuda para un político contemporáneo. Pero
el limitado apoyo técnico que pueda proveer el conocimiento de los
hechos históricos no justifica llegar a la conclusión de que el
conocimiento histórico no tiene pertinencia en nuestra vida actual.
Somos los herederos culturales, aunque no necesariamente materiales, de
Alejandro Magno, de Aníbal y de los monarcas franceses; y decir que su
vida, sus hechos y sus desmanes no tienen importancia en nuestra vida
sería casi tan absurdo como decir que no me importaría si de pronto se
borrara de mi memoria mi propio pasado personal, sólo porque,
evidentemente, vivo en el presente y no en el pasado. La historia de las
generaciones pasadas es nuestra historia, y es necesario conocerla para
saber quiénes somos; de la misma manera en que mi propia memoria
construye mi identidad personal, me convierte en un sujeto humano.
Considerar que la historia no sea una
ciencia, sino un arte, no significa, claro está, que carezca de interés
ni que no valga la pena cultivarla. Es una cuestión banal. Pero el hecho
de que la historia no sea una ciencia puede indicar que, a diferencia
de las ciencias naturales, no intenta establecer leyes generales sino
que sólo se ocupa de acontecimientos particulares, únicos e
irrepetibles. Esta cuestión se debate desde el siglo XIX y ha dado lugar
a la conocida distinción, elaborada por Rickert, entre las disciplinas
nomotéticas y las ideográficas: entre las disciplinas cuyas leyes se
descubren y las disciplinas que sólo se ocupan de narrar acontecimientos
singulares.
En efecto, no existen "leyes de la historia", en el
sentido de afirmaciones verdaderas y justificables capaces de decirnos
que, en determinadas condiciones bien definidas, ciertos fenómenos bien
definidos ocurren invariablemente. La idea de las leyes de la historia
fue una ilusión hegeliana y marxista. La historia humana es un conjunto
de accidentes imprevisibles, y es fácil citar diversos ejemplos en que
algún acontecimiento, evidentemente decisivo para el destino de la
humanidad durante varios decenios, habría podido ser diferente: no hubo
nada de necesario ni en que ocurriera ni en los resultados que produjo.
La frase "las leyes de la historia" se ha utilizado
también para describir una tendencia o propensión llamada a predominar
en el futuro próximo. Este uso fue particularmente frecuente en la
doctrina marxista, y su significado ideológico era que los
acontecimientos futuros podían preverse con bases supuestamente
"científicas".
Lamentablemente, todas las predicciones que
hicieran Marx o, posteriormente, los marxistas, resultaron
demostrablemente falsas; el desarrollo social siguió un rumbo por
completo diferente. Las clases medias, en vez de reducirse gradualmente y
desaparecer, de acuerdo con la profecía marxista, crecieron y
crecieron; el mercado, lejos de ser un obstáculo para el progreso
tecnológico, demostró ser su estímulo más vigoroso; la pauperización
relativa y absoluta de la clase trabajadora no ocurrió; la disminución
de la rentabilidad que habría de causar el desplome del capitalismo
resultó una vana esperanza; la revolución proletaria, es decir, una
revolución producida por el conflicto entre los obreros y los
capitalistas, nunca se verificó ( la Revolución Rusa no fue en modo
alguno un ejemplo de aquélla; lo más aproximado a una revolución, por lo
menos teóricamente, quizás fuera el movimiento obrero polaco de
principios de los años ochenta, dirigido contra un Estado socialista y
realizado bajo el signo de la cruz, con la bendición del Papa). Podría
decirse que, en general, la futurología no goza de buena salud, por
diversas razones.
La posición nihilista ante la historia tiene otra
expresión importante hoy. Se trata de la mentalidad posnietzscheana,
también llamada posmodernismo. Dice que "no hay hechos, sólo
interpretaciones".
Esto es banalmente cierto en un sentido, y absurdo y
peligroso en otro. Es banalmente cierto que en toda descripción de un
hecho, aun el más simple, participa la historia entera de la cultura
humana. Por ejemplo, al decir: "Esta mañana, del 29 de octubre de 2003,
tomé yogurt para el desayuno", mis palabras abarcan toda la historia del
calendario europeo, con sus arbitrariedades; abarcan el concepto de
desayuno y el concepto de yogurt, que son invenciones humanas. El
lenguaje que utilizo es producto de la historia humana y, en este
sentido, siempre que lo utilizamos, interpretamos el mundo; porque el
mundo nunca se nos muestra directamente, desnudo y descubierto, en su
pureza; siempre lo percibimos mediado por nuestra cultura, nuestra
historia, nuestra lengua.
Pero decir que "no hay hechos, sólo
interpretaciones" tiene otro significado peligroso. Como se supone que
el conocimiento histórico consiste en la descripción de hechos, de cosas
que realmente ocurrieron, la idea de que no haya hechos, en su sentido
normal, supone que las interpretaciones no dependen de los hechos, sino
al contrario: los hechos son producto de las interpretaciones. Supóngase
que he robado una botella de vino en una tienda. Decir "K. robó una
botella de vino" sería una interpretación que genera un hecho; el hecho
en sí mismo no existe. En consecuencia, frases como "K. es culpable de
robar una botella de vino" o "K. debería ser castigado por su delito"
carecen de significado en relación con un hecho; sólo forman parte de
una interpretación. En otras palabras, el concepto de juicio moral y, en
consecuencia, también los conceptos del bien y el mal, son conceptos
vacíos; no hacen referencia a realidad empírica alguna, sino sólo a
nuestra forma de juzgar la realidad, de conformidad con el marco teórico
que nos hayamos construido a priori. La doctrina de que "no hay hechos,
sólo interpretaciones" anula la idea de la responsabilidad humana y los
juicios morales; en efecto, considera de igual validez cualquier mito,
leyenda o cuento, en relación con el conocimiento, como cualquier hecho
que hayamos verificado como tal, de conformidad con nuestras normas de
investigación histórica. Desde el punto de vista epistemológico, toda
narración mítica tiene el mismo valor que cualquier hecho históricamente
establecido; la historia de Hércules en lucha con la hidra no es "peor"
-menos verdadera-, desde el punto de vista histórico, que la historia
de la derrota de Napoleón en Waterloo. No hay reglas válidas para
establecer la verdad; en consecuencia, no existe la verdad. No hace
falta elaborar sobre los efectos calamitosos de semejante teoría.
El resultado de mis observaciones es modesto y
banal: si bien el legado de los mitos es sin duda una fuente importante y
fértil de la cultura humana, hay que defender y apoyar los métodos
tradicionales de investigación, elaborados a través de los siglos, para
establecer el curso objetivo de la historia y separarla de la fantasía,
por nutricia que sea dicha fantasía. La doctrina de que no existen los
hechos, sólo interpretaciones, ha de rechazarse por oscurantista. Y hay
que proteger nuestra creencia tradicional de que la historia de la
humanidad, la historia de las cosas que ocurrieron realmente, tejida de
innumerables incidentes únicos, es la historia de todos nosotros, los
sujetos humanos; mientras que la creencia en leyes históricas es una
ficción de la imaginación. El conocimiento histórico es decisivo para
todos, desde los niños a los jóvenes y los viejos. Hay que apropiarse de
la historia, con todos sus horrores y sus monstruosidades, y con su
belleza y su esplendor, su crueldad y sus persecuciones, y todas las
obras magníficas de la mente y la mano humanas; es necesario hacerlo
para conocer nuestro lugar correcto en el universo, para saber quiénes
somos y cómo debemos proceder.
Cabría preguntar para qué sirve repetir
estas banalidades. La respuesta es que es importante repetirlas, una y
otra vez, porque son las banalidades que a menudo nos conviene olvidar; y
si las olvidamos, y caen en el olvido, estaremos condenando nuestra
cultura, es decir, a nosotros mismos, a la ruina final e irrevocable.
|
|